Mis intentos por
difundir la obra de Bob Dylan entre el personal de Los Tamangos siempre
estuvieron condenados al fracaso. Una tarde, en que aprovechando una momentánea
ausencia del capataz, Quintana y yo nos tiramos a descansar bajo unos eucaliptus,
el tosco peón padre de tres hijos, motonetista y antiguo albañil, se interesó
por lo que yo escuchaba en el walkman.
Le pasé los auriculares, esperé que se los colocara y subí al máximo el volumen
para que pudiera disfrutar de Just like Tom thumb´s blues. El rostro de
Quintana adoptó la expresión que de seguro adoptaba cuando, años atrás, debía
levantar tres o cuatro bolsas de portland para subir a los andamios. Las cejas
se curvaron, el entrecejo se llenó de líneas, el labio inferior se descolgó y
las manos, callosas e hinchadas, tendieron a manipular algún mando invisible
cercano a los auriculares. ¿Qué le parece?, le pregunté. Rasposo mismo, dijo
Quintana devolviéndome los auriculares.
El intento de
conversión sobre el finado Richard fue más brusco e involuntario. Una mañana en
que trajinábamos con unas pesadas máquinas de sulfatar –que sospechábamos recargadas
adrede por la maléfica mano del Capataz-, el finado Richard se apoderó de mi
walkman, le dio play al cassetero y escuchó, durante cinco segundos, un
fragmento de One too many mornings (que yo había grabado de un programa de
Berch Rupenian en Diamante FM). El jucio del finado Richard fue categórico. En
medio de una carcajada que mezclaba desprecio y algo de lástima, me dijo: “Dejate
de joder”.
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