Quintana,
el finado Richard y yo conformábamos el personal fijo de Los Tamangos. Y el
sordo, claro. El capataz vivía con su familia en una casa anexa al galpón, en
el centro mismo del establecimiento. Muriño, el dueño, solo aparecía los
sábados para pagarnos el sueldo. Estacionaba su Indio colorada en el patio, frente al galpón, bajaba una mesa
plegable y una silla y se sentaba a la sombra de la pared a esperar que
volviéramos. A veces, cuando regresábamos en la zorra rumbo a las poblaciones,
lo veíamos jugando con alguno de los hijos del capataz. Ante él, toda la
bravura del sordo se derretía dándole paso a un servilismo nauseabundo, un
comportamiento indigno para cualquier hombre y al que Quintana definía como
“lambetismo”. El finado Richard, mucho más prosaico, lo llamaba “chupapija”.
En
los años que trabajé en Los Tamangos, nunca pude entender quién era Muriño. En
los meses de cosecha, desde diciembre a marzo, cuando visitaba con más
frecuencia la quinta, tuve oportunidad de dialogar con él y, una vez incluso,
acompañarlo en la Indio, con una
carga de duraznos hacia el pueblo. Muriño era ingeniero agrónomo y le hablaba a
las plantas y a las frutas como si estuviera dirigiéndose a las más queridas mascotas.
“Ya te vas a curar”, le decía a una higuera que había sido víctima de una manga
de piedras; “Pobrecito, cómo te jodió ese bicho”, proclamaba ante un durazno
que había sido atacado por el pulgón. Elevaba la fruta hacia el sol y se
quitaba los lentes para verla a otra luz, como quién analiza una joya en busca
de impurezas o errores del orfebre. Después se la comía con cáscara y todo.
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