Things have changed (*)
Habíamos hecho
el amor dos veces.
Lo raro en él no
era su natural simpatía, a pesar de la franca borrachera. Resultó ser un tipo
interesante luego de seis cervezas y un porro. No. Lo raro en él era una
especie de enojo en la mirada. Como a la espera de algo que lo demoliera, que lo
dejara fuera de combate.
Era inteligente
y sexy, como un buen judío sofisticado.
Me lavé y caminé
hasta la ventana, la ciudad de Nashville es francamente horrible. El culto al
neón y a las biblias minúsculas. Mucha humedad, calles empapadas, borrachos y
putas antipáticas, años de rencor. No me gusta este sitio, a pesar del hermoso
reflejo de las luces de los viejos edificios en las aguas del Cumberland. Pero,
desde que me llegó la noticia de la muerte de Dylan, un mes atrás, no podía
dejar de pensar que la única oportunidad de averiguar algo era contactarme con
Jakob, su hijo. Y vaya si fue fácil.
Lo abordé en el
Honey Bee Club, un bar del Jet Set local, ubicado en el centro de la ciudad. Donde
se vende oxígeno que entra por las fosas nasales, se escucha música insulsa y
nada de drogas en los baños. Como en el rock
actual. Todo muy indie. Aunque
agradable, hay que reconocerlo.
Sé que soy una
mujer atractiva. Sé que soy inteligente. Por eso me contrató la revista. Jakob
se interesó en mí, o en mis tetas, o en mis ojos o en mis piernas. Aunque lo
que le llamó la atención –instantáneamente- fue mi nacionalidad. ¿Uruguaya? ¿Qué
hacés acá?, preguntó. A partir de ahí, era mío.
Comprobé que
estaba dormido y revisé su celular.
Había un mensaje
de voz. Mis manos sudaban, sentía como si las hubiese metido en aceite. Escuché
la voz cascada, inconfundible, de su padre, Bob. Era un mensaje de despedida.
Decía adiós y tarareaba una canción.
Sin embargo, eso
no confirmaba su muerte. Una despedida puede significar cualquier cosa.
De pronto, sentí
que alguien me arrebataba el teléfono, Jakob, desnudo, con el rostro
desencajado, me miraba sin pestañear. “¿Qué mierda hacés?”, dijo.
Por un momento pensé en que iba a golpearme.
No fue así. Tomó asiento en un pequeño sillón de cuero y se largó a llorar.
“La historia de
siempre”, murmuró, entre lágrimas.
Ahí comenzó un
encendido discurso en contra de su padre. Aseguró que Bob se había encargado de
estropear su vida. Es más, enfatizó. “Me cagó con las mujeres, los amigos. Okei,
puedo entenderlo. ¿Querés saber si está muerto, eh? Todos se preguntan eso,
ahora. No lo sé. El mensaje que escuchaste es muy viejo. Mi padre hizo bien las
cosas, no tiene amigos, nadie quiere verlo. Nadie. Si está muerto, sólo le
interesa a la gente que no lo conoce.”
Mientras se ponía
el calzoncillo comentó: “Y lo peor, lo que más me duele, es que me cagó la
carrera”.
Qué estupidez,
pensé. Pero Jakob iba por más. Sacó un disco de la mesa de luz. Me lo mostró y
dijo: “Ves esto, compusimos todas las canciones juntos. ¿Y dónde carajo está mi
nombre? En ningún sitio, claro.
Era el último
álbum del viejo Dylan, Time out of mind.
Después, tambaleándose,
terminó de vestirse. Antes de salir, me pidió un favor.
“Dejale la llave
al conserje. Y no te robes nada del mini-bar.”
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(*) - Le debemos al escritor Sebastián Pedrozo la publicación de esta crónica que había permanecido inédita hasta ahora. El nombre de la periodista que la escribió se mantiene en el anonimato.
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