lunes, 10 de septiembre de 2012

Encuentro en Nashville


Things have changed (*)

Habíamos hecho el amor dos veces.
Lo raro en él no era su natural simpatía, a pesar de la franca borrachera. Resultó ser un tipo interesante luego de seis cervezas y un porro. No. Lo raro en él era una especie de enojo en la mirada. Como a la espera de algo que lo demoliera, que lo dejara fuera de combate.
Era inteligente y sexy, como un buen judío sofisticado.
Me lavé y caminé hasta la ventana, la ciudad de Nashville es francamente horrible. El culto al neón y a las biblias minúsculas. Mucha humedad, calles empapadas, borrachos y putas antipáticas, años de rencor. No me gusta este sitio, a pesar del hermoso reflejo de las luces de los viejos edificios en las aguas del Cumberland. Pero, desde que me llegó la noticia de la muerte de Dylan, un mes atrás, no podía dejar de pensar que la única oportunidad de averiguar algo era contactarme con Jakob, su hijo. Y vaya si fue fácil.
Lo abordé en el Honey Bee Club, un bar del Jet Set local, ubicado en el centro de la ciudad. Donde se vende oxígeno que entra por las fosas nasales, se escucha música insulsa y nada de drogas en los baños. Como en el rock actual. Todo muy indie. Aunque agradable, hay que reconocerlo.
Sé que soy una mujer atractiva. Sé que soy inteligente. Por eso me contrató la revista. Jakob se interesó en mí, o en mis tetas, o en mis ojos o en mis piernas. Aunque lo que le llamó la atención –instantáneamente- fue mi nacionalidad. ¿Uruguaya? ¿Qué hacés acá?, preguntó. A partir de ahí, era mío.
Comprobé que estaba dormido y revisé su celular.
Había un mensaje de voz. Mis manos sudaban, sentía como si las hubiese metido en aceite. Escuché la voz cascada, inconfundible, de su padre, Bob. Era un mensaje de despedida. Decía adiós y tarareaba una canción.
Sin embargo, eso no confirmaba su muerte. Una despedida puede significar cualquier cosa.
De pronto, sentí que alguien me arrebataba el teléfono, Jakob, desnudo, con el rostro desencajado, me miraba sin pestañear. “¿Qué mierda hacés?”, dijo.
 Por un momento pensé en que iba a golpearme. No fue así. Tomó asiento en un pequeño sillón de cuero y se largó a llorar.
“La historia de siempre”, murmuró, entre lágrimas.
Ahí comenzó un encendido discurso en contra de su padre. Aseguró que Bob se había encargado de estropear su vida. Es más, enfatizó. “Me cagó con las mujeres, los amigos. Okei, puedo entenderlo. ¿Querés saber si está muerto, eh? Todos se preguntan eso, ahora. No lo sé. El mensaje que escuchaste es muy viejo. Mi padre hizo bien las cosas, no tiene amigos, nadie quiere verlo. Nadie. Si está muerto, sólo le interesa a la gente que no lo conoce.”
Mientras se ponía el calzoncillo comentó: “Y lo peor, lo que más me duele, es que me cagó la carrera”.
Qué estupidez, pensé. Pero Jakob iba por más. Sacó un disco de la mesa de luz. Me lo mostró y dijo: “Ves esto, compusimos todas las canciones juntos. ¿Y dónde carajo está mi nombre? En ningún sitio, claro.
Era el último álbum del viejo Dylan, Time out of mind.
Después, tambaleándose, terminó de vestirse. Antes de salir, me pidió un favor.
“Dejale la llave al conserje. Y no te robes nada del mini-bar.”

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(*) - Le debemos al escritor Sebastián Pedrozo la publicación de esta crónica que había permanecido inédita hasta ahora. El nombre de la periodista que la escribió se mantiene en el anonimato. 

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