Quintana
viajaba a la quinta en una Agrati de
cincuenta centímetros cúbicos, una moto tan destartalada y ruidosa que se
escuchaba desde varios quilómetros antes de llegar. Para ir al trabajo,
Quintana debía levantarse muy temprano y preparar el desayuno para sus tres
hijos. Después los llamaba, los servía, los ayudaba a vestirse y los acompañaba
a la escuela. Su mujer lo había abandonado por un empleado de Catastro.
Quintana nunca mencionaba estas cosas. En la quinta nos enteramos de la
historia por boca del capataz, que no paraba de reír mientras la contaba.
Quintana
llegaba al galpón, dejaba la moto recostada contra unos tablones y nos saludaba
con la mano. A veces, abría el bolso y sacaba un paquete de biscochos que había
comprado al salir del pueblo. Nos invitaba y comía con grandes dentelladas. La
masa daba varias vueltas entre las encías desnudas antes de desaparecer. No tomaba
otro biscocho antes de que los demás termináramos de comer el nuestro. Cuando
lo hacíamos, volvía a invitar y se servía él al final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario