lunes, 22 de octubre de 2012

Viento idiota

Viento idiota,
yo te vi...
masa de aire caliente
que venías
desde el Chuy...
En el bolso
de un bagallero
descubrí...
que habías soplado,
con pericia,
de minas y grafitos
un Potosí...

         Zimmerman
Tranqueras, 11/VIII/2012

lunes, 1 de octubre de 2012

Carta de Fancy Eagleton: tu amor secreto (*)


Me pregunto, desde hace tiempo, y casi obsesivamente, cómo es que supiste de mi existencia, porque es incuestionable que en todas las canciones de Amazed at the ocarina upside down se habla, aunque sea en un breve pasaje, sobre mi persona. A veces es tan solo una palabra en un verso, otras veces la alusión es más incuestionable, y toda una estrofa está dedicada a mí, pero el hecho es que necesito saber de dónde me conoces, querido Zimmerman; cómo supiste que yo era tu más fiel e incondicional fan.
Podrás pensar que estoy loca, que alucino al pensar que has hecho referencias a Fancy Eagleton en tu último disco. Porque, ¿quién es Fancy Eagleton? ¿A qué autor que quiera que sus productos sean escuchables y, sobre todo, vendibles se le ocurriría hablar de una simple chica de dieciséis años, cuyo único logro es ser la mesera con el trasero más tocado de toda la West Coast?
Sí, puede que tengas razón al pensar que estoy loca, pero voy a poner algunos ejemplos para ilustrar lo que digo:
1) “A ella le gusta ser tocada por las manos del mal”, es un mensaje directo hacia mí, o hacia mi trasero, que en definitiva, vienen a ser la misma cosa. Hace poco leí en una revista de psicoanálisis que Freud decía que los objetos parciales pueden ser considerados, en algunas ocasiones, como la representación de una totalidad. Mi trasero soy yo, en última instancia.
2) “Así que todos seremos blancos del tiro”, es decir, cualquier persona, sin importar su condición social o la marca de su ropa interior, puede ser una musa inspiradora para Zimm (¡Oh, hermoso Zimm, cuánto te amo, cuánto te amo!)
3) “Con la ilusión del juego que no encuentra una ocasión”: es así como sigue el verso anterior. Sabes bien, Zimm, que puede haber un “juego” conmigo, pero eres un cantante famoso, una persona pública, y nuestro amor te hundiría en la deshonra. Las oprobiosas lenguas te destruirían. Sin embargo, Zimm, te arriesgas a escribir este tipo de metáforas para mí. Oh, Zimm, cuánto te amo…
4) “El viento esta vez no está de tu lado”. ¿Sufres por nuestro amor imposible? Sí, lo haces, porque sabes que el viento no está de nuestro lado. Oh, pobre, pobre Zimm.
Creo que con esta muestra analítica de versos dedicados a mí no hace falta seguir insistiendo: Tú y yo estamos enamorados. No puedo esperar conocerte y que te animes a decirme todo lo que sientes por mí. Solo quiero eso. No espero que abandones tu fama ni tu música para estar conmigo; no… eso jamás podría pedírtelo, sería muy egoísta. Pero me sentiría mucho más aliviada si me confirmaras mi sospecha.
Sé que tú recibirás esta carta, Zimm. Hasta entonces, seguiré llorando en mi cama, escuchando tus canciones, y solo seré la chica con el trasero mas manoteado de la West Coast.
Tu amor secreto…
Fancy Eagleton.

Traducción: Fabián Muniz

(*) - Texto aparecido en la edición del 14/VIII/2012 del 'Denver Post'

Sincronía


por Ramiro Sanchiz

Yo quisiera hacer algún aporte sólido al debate sobre el reciente Neverending Tour de Dylan y sus actores, o mejor dicho de los actores sin otro Dylan que el recuerdo o la imagen o el arreglo de cabelleras, narices, lentes oscuros y corbatas texanas, pero en rigor sólo tengo una historia, que podrá o no servir de algo –y más bien diría que no, pero esa es nada más que mi opinión, que no me impedirá narrarla, así que aquí vamos. Esto, en realidad, me pasó hace unos cuantos años, en 2005. Yo tocaba en una banda de glam rock (decíamos que era glam rock, pero en rigor ninguno de nosotros era –o se veía– lo suficientemente puto como para hacerlo creíble) llamada Space Glitter; el cantante, a quien llamábamos Rex (no importa su nombre “real”), había oído por ahí que la famosa historia de encontrar al Diablo en un cruce de caminos y ofrecerle el alma a cambio de alguna forma de virtuosismo era verdad. O más o menos verdad, mejor dicho, ya que lo de la intersección en rigor no era necesario y bastaba con que el lugar en cuestión estuviese lo suficientemente alejado de la civilización como para verse libre de lo que Rex llamaba “las marcas de la racionalidad occidental”, fuesen lo que fuesen. También le habían contado que en Uruguay había un lugar con esas características y que se lo conocía popularmente (lo de “popularmente” es un decir) como La Boca, porque consistía en un enorme caño abandonado, resultó que en el campo, no muy lejos de Las Piedras.
Rex, que se creyó la historia a pies juntillas, pasó días y noches enteras buscando La Boca en el departamento de Canelones, en torno a la mencionada ciudad. Y no encontró más que relatos y mentiras, evidentemente, entre ellas la idea de que si atravesabas el caño en algún punto del recorrido se te aparecería el Diablo y podrías detallar los términos del contrato, que una vez hecho el arreglo si seguías adelante podías acceder a otros universos y regresar cuando quisieses, etc (y digo etcétera no porque asuma que el lector imaginará la siguiente variación de esa serie, que es en rigor arbitraria, sino porque no tengo ganas de abundar en ejemplos de las historias que siempre nos traía Rex de regreso de sus investigaciones).
Un día nos contó que había oído hablar de un negro que tocaba blues en un bar de la ciudad de Florida, en las calles Andresito y Gianola, no muy lejos de la ruta cinco; el músico, dijo, había hecho un pacto con el Diablo tras adentrarse lo suficiente en La Boca. El plan, que no le discutimos a Rex porque todo el asunto prometía diversión, implicaba viajar hasta Florida, buscar el bar, buscar al negro y preguntarle exactamente dónde estaba La Boca. Así que conseguimos prestada la combi que usábamos en algunos toques, juntamos algo de dinero para el combustible y salimos, un viernes a las seis de la tarde.
Llegamos a la ciudad a las nueve menos cuarto; no fue difícil dar con el bar, que todavía estaba medio vacío a esa hora. Preguntamos por un negro así y asá que tocaba blues; era un poco ridículo, o al menos así me sentí mientras Rex hacía las preguntas a un gordo canoso que atendía a la clientela vigilado por una enorme foto de Gardel y otra sólo un poco más pequeña de Julio Sosa. Sin embargo, sí sabía de quién estábamos hablando. Solía caer a eso de las once, dijo, y se ponía a tocar la guitarra en un rincón, a cambio de unas monedas para el espinillar. Pedimos unas grappas con limón y nos sentamos a esperar; me había dado hambre, así que curiosee en la especie de heladera que había a un lado de la barra y exhibía unas dudosas tortillas y sendas porciones de pizza al estilo abuela, esa bien alta y sin muzzarella. Compré una cerveza y tres de las pizzas, y no sé si habrá sido por el hambre, pero las encontré deliciosas, no tanto por la salsa, que no estaba mal, sino sobre todo por el pan, ligero y crujiente, con la cantidad exacta de sal. Sentí que aquello era un buen augurio, no tanto, por supuesto, para lo que hacía a nuestra misión allí sino más bien para la buena evolución de la noche, ya que prefería no tener que regresar manejando a las tres de la madrugada e intercediendo entre un Rex amargado y un Jon pesadísimo con haber desperdiciado una noche de viernes.
El negro apareció un poco antes de la hora prevista, acompañado de un tipo medio petiso que nos llamó la atención de inmediato. Rex se les acercó y sacó el tema diabólico, mientras el negro empezaba a afinar su guitarra, una criolla con el mástil arreglado para bancar la tensión de las cuerdas de acero. El otro tipo se levantó y fue a sentarse ante la barra. Yo no podía dejar de mirarlo: me recordaba a alguien, pero me llevó un buen rato darme cuenta de a quién. Tuvo que volver Rex –el negro no sabía nada, sentenció– para que, entre los tres, entendiéramos de quién se trataba…
De Bob Dylan.
El tipo era igual a Dylan, o mejor dicho casi igual, porque la barba rala y entre canosa y pelirroja le cambiaba bastante el dibujo de la cara; también le faltaba un ojo, y el tejido cicatricial que no se molestaba en cubrir le formaba un pequeño ombligo –por no decir un culo– en la cara que seguramente había sido en otras épocas indistinguible de la del delicado veinteañero que usaba camisas negras a lunares y cantaba sobre sombreros de piel de leopardo. Y tuvimos que acercarnos; quiero decir, era inevitable. Le hablé yo; me contestó en un español dudoso, con un fuerte acento anglosajón. La voz, como cabía esperar, era nasal y áspera; nos tomó un buen rato sacarle su historia, que comenzó ya saliendo del bar y terminó en la plaza central de la ciudad.
Resultó que no sólo se parecía sino que era Bob Dylan –bueno, eso fue lo que contó él, claro–, o mejor dicho que, por un lado, había sido Bob Dylan –hasta 1979–, y que, por otro, nunca lo había sido en verdad. Hizo una pausa dramática, invitándonos a preguntar cómo era posible esa contradicción, y aclaró que en realidad Dylan, el verdadero Dylan, había muerto el 29 de junio de 1966, en el célebre accidente de motocicleta que, según la historia “oficial” le había permitido, durante la recuperación, encontrar el camino fuera de la línea psicodélica (y según algunos autodestructiva) que había culminado en Blonde on blonde, listo para abrazar el country rock que caracterizaría John Wesley Harding y Nashville Skyline y para colaborar con la gente de The Band desde su cabaña en Woodstock. (Yo me reía, porque el tono en que el tipo contaba esas historias parecía tomado de alguna de esas biografías baratas que se extienden por no más de 20 páginas y son seguidas por fotos recontraconocidas y, después, pésimas traducciones de las letras más conocidas)
Él, entonces, había sido el sustituto. Al principio, contó, no le había resultado fácil: el notorio cambio en la manera de cantar de Dylan en temas como “Lay lady lay” se había debido, precisamente, a su incapacidad inmediata de adaptarse; a la vez, los discos más bien flojos de principios de los setenta –Self portrait, New Morning– los explicó como consecuencia de sus hasta el momento mediocres habilidades como compositor (tanto John Wesley Harding como Nashville Skyline se habían nutrido de temas bosquejados por el verdadero Dylan antes de su accidente), que recién alcanzaron un nivel importante con Planet Waves y, por supuesto, arribaron a su cenit en Blood on the tracks.
Más o menos por ese momento dejé de prestar atención. Rex había llevado marihuana y yo, aburrido como estaba, salí a caminar por ahí a fumarme un porro. Unos chicos que daban vuelta en moto alrededor de la plaza me miraron con curiosidad; andaban con tres pendejas bastante interesantes, así que me acerqué en plan todo-bien y me puse a conversar. Tomamos unas cervezas, compartimos el porro y después dijeron que tenían que ir a buscar a ahora no recuerdo quién, un pariente de ellos creo, así que volví con Jon, Rex y el falso Dylan. Estaban despidiéndose; Rex y Jon parecían asombrados y satisfechos; a lo largo del camino de regreso no hablaron de otro tema, ni tampoco en los días siguientes. Eventualmente la historia se consolidó en una versión más o menos estable, que no reproduzco aquí porque la he olvidado casi por completo. En cualquier caso, sí recuerdo que incluía una vasta conspiración que se servía de la música y las letras de Dylan para influir sobre la gente, y que para que eso funcionara bien, quien fuese que encarnaba la figura de Dylan debía estar bajo control total, lo cual daba a cada candidato una suerte de “vida útil” y una subsiguiente etapa de huída, persecución y escondite. Al primer substituto se le ordenó convertirse al cristianismo, lo cual resultó a no tan largo plazo  un error y bla, bla, bla.
Con el tiempo también Jon y Rex empezaron a dudar de la verdad de las palabras del falso Dylan, pero con todo este asunto de la muerte en 1997, la gira y los actores, quizá valga la pena repensar aquellas palabras pronunciadas en Florida hace ya unos años. Claro que habrá que preguntarle a Rex por el relato completo: yo lo he olvidado. Casi todo, en realidad. Porque su despedida sí persistió en mi memoria. Le estreché la mano y el tipo se quedó mirándome. Gruñió o masculló algo que no entendí, y luego puso una mano en mi hombro y acercó su boca a mi oído izquierdo (no describiré su mal aliento ni su olor corporal, porque seguro el lector ya los habrá imaginado):
–Lo que me pasó es que perdí la sincronía con el espejo –dijo, y después, ya restaurada la distancia, agregó–, no lo olvides.
Y no lo olvidé. Eso no, al menos.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un gringo.

por Ignacio Fernández de  Palleja

El viejo Hortelio Alzueta sabía de ver pasar camiones. Tomaba mate vegetalmente al lado de la puerta en su casa del barrio Tanco, de frente a la ruta 8. Internamente tejía los recorridos de los transportistas, basado en su experiencia de más de treinta años como camionero y, por último, como fletero, antes de que vendiera el camión y con el producido construyera dos cuartos de pensión improvisados en el fondo, sin cocina ni baño. Sin impermeabilizante también, pero los tipos no se quejaban. Solían ser hombres sin necesidades, de esos que en las estadísticas salen como necesitados. O con deseos distintos a los declarables. Gente que peonaba en zafras, algún piche, por qué no, camioneros que se torraban la plata en el Malibú. Y una vez hubo un gringo. Pagó una semana adelantado, en dólares arrugados, un total de treinta y siete según contó el viejo Alzueta, más de lo convenido, pero cuando fue a devolverle el cambio el otro negó con la cabeza. 
Si alguien se lo preguntara, Alzueta respondería eso y poco más. El huésped vivía de noche y de día se limitaba a usar discretamente el baño, el de la casa principal, que era el único. No lo vio con nadie, no lo oyó ni conversar ni hacer ruido alguno. Podía haber sido un espía de la CIA en Treinta y Tres y haber conspirado contra la lista 30 sin que el viejo tuviera la menor pista. 

Dicen que lo vieron empinando una caña Raposeira allá por el barrio 25, con unos peludos. Cuando consultaron al comunicador Aníbal Terán Castromán al respecto, este dijo que era probable que se tratara de Gustavo Espinosa, o tal vez del Negro Caribe, pero que no había trascendido a nivel noticioso. El Pozzi, del Pub el Pozzi, dijo que ese año había andado un gringo que un día pidió la bolada para tocar algo con la guitarra del Amarillo y que andaba bastante bien, pero como estaban todos bastante en pedo no se acuerdan de mucho. Le sonaba que lo habían visto en la Barra del Chuy, pero dijo que no le hicieran mucho caso porque todo el mundo iba, eso no era dato.

martes, 25 de septiembre de 2012

Los Tamangos (8)


El día que Bob Dylan murió, Quintana, el finado Richard y yo estábamos fertilizando con abono de pollo un cuadro de higueras, en el punto más apartado de la quinta Los Tamangos. Era una mañana de mayo, fresca y húmeda, con un sol que se filtraba a cuentagotas por los orificios que dejaban las nubes sobre las cabezas de los tres hombrecitos con botas y palas; una mañana campera del otoño tardío que anunciaba, en sus tonos grises y en su temperatura, la irrupción cercana del invierno.
Un boletín informativo en una radio AM me informó de los hechos. Bob Dylan. El más importante cantautor del siglo XX. Autor de ese himno generacional llamado Blowin´in the wind. Artista esquivo y fundamental, bla, bla, bla. Muerto de un paro cardíaco tras una grave y repentina dolencia. El mundo entero lloraba, bla, bla, bla.
La bolsa cargada de abono se desprendió de la correa y la bosta y las cabezas de gallos y gallinas se desparramaron por el suelo mojado. Quintana, que avanzaba delante de mí, volvió su colosal cabeza de la misma forma que los bueyes de los labriegos se giraban sobre la melga cuando sentían el tirón de las riendas. El finado Richard, que aquella mañana llevaba la misma camisa azul que luciría el día cercano en que un ómnibus interdepartamental lo pasaría por arriba al salir a la ruta, también se giró. Y comenzó a reír. Su risa, prolongada por el eco del repecho en el que se encontraban las higueras, parecía la carcajada de un auditorio especialmente alegre. El finado Richard no se reía de la muerte de Dylan, que ignoraba, sino de mi postura: hincado sobre la mierda de pollo, con el bolsón vacío cubriéndome como una sábana e intentando despejar, sin éxito, las lágrimas que brotaban y brotaban y no dejaban de brotar. 

jueves, 20 de septiembre de 2012

Crea tu propio Dylan


¿Lo prefieres azucarado, con un ligero gusto a anís para que las papilas, embobecidas por los sabores modernos, se estremezcan suavemente ante un sabor retro?
¿Lo prefieres acaso de goma eva, con pequeñas imágenes en relieve y del tamaño de un dedal para sorprender a tus visitas con ese ímpetu de novedad con la que tus amistades te muestran trastos exóticos que trajeron de un reciente viaje?
¿Lo prefieres sin cabeza como un ídolo decapitado por la acción del Tiempo y la Materia en Decadencia?
¿O lo prefieres –y sobre gustos nada hay escrito- comprimido y encajado en una botella de doscientos cincuenta centilitros de Coca Cola, con una pelvis que se mueve si el recipiente es girado decúbito supino?
Si te gusta experimentar con la sinestesia, te ofrecemos un Dylan de melaza en el que puedes introducir tus dedos índice y pulgar para que, de las profundidades del sujeto, surjan los primeros versos de Blowin´in the wind?
Como verás, nuestra Casa dispone de una variedad muy amplia de Dylans, con la particularidad de ofrecerte armar tu propio Bob, combinando los modelos antes referidos y añadiendo materiales nuevos, tales como argamasa, espuma plast, frutos del bosque y nitroglicerina.

Algunos testimonios de clientes:
-“Desde que tengo mi propio Dylan en casa, los espíritus del pantano ya no se cuelan por las fisuras de puertas y ventanas y me dejan dormir tranquila. Lo recomiendo”. Nancy (Tallulah, Luisiana).
-“A los pocos días de traer a casa mi propio Dylan, mis gatos lo comenzaron a usar como juguete de peluche hasta que uno de ellos se lo comió. Desde entonces, la casa reverbera con tonos fosforescentes”. Tom (Nueva Orleans).

Nota: Aunque el producto ha sido testeado rigurosamente, puede arder en las circunstancias menos esperadas. 

lunes, 10 de septiembre de 2012

Encuentro en Nashville


Things have changed (*)

Habíamos hecho el amor dos veces.
Lo raro en él no era su natural simpatía, a pesar de la franca borrachera. Resultó ser un tipo interesante luego de seis cervezas y un porro. No. Lo raro en él era una especie de enojo en la mirada. Como a la espera de algo que lo demoliera, que lo dejara fuera de combate.
Era inteligente y sexy, como un buen judío sofisticado.
Me lavé y caminé hasta la ventana, la ciudad de Nashville es francamente horrible. El culto al neón y a las biblias minúsculas. Mucha humedad, calles empapadas, borrachos y putas antipáticas, años de rencor. No me gusta este sitio, a pesar del hermoso reflejo de las luces de los viejos edificios en las aguas del Cumberland. Pero, desde que me llegó la noticia de la muerte de Dylan, un mes atrás, no podía dejar de pensar que la única oportunidad de averiguar algo era contactarme con Jakob, su hijo. Y vaya si fue fácil.
Lo abordé en el Honey Bee Club, un bar del Jet Set local, ubicado en el centro de la ciudad. Donde se vende oxígeno que entra por las fosas nasales, se escucha música insulsa y nada de drogas en los baños. Como en el rock actual. Todo muy indie. Aunque agradable, hay que reconocerlo.
Sé que soy una mujer atractiva. Sé que soy inteligente. Por eso me contrató la revista. Jakob se interesó en mí, o en mis tetas, o en mis ojos o en mis piernas. Aunque lo que le llamó la atención –instantáneamente- fue mi nacionalidad. ¿Uruguaya? ¿Qué hacés acá?, preguntó. A partir de ahí, era mío.
Comprobé que estaba dormido y revisé su celular.
Había un mensaje de voz. Mis manos sudaban, sentía como si las hubiese metido en aceite. Escuché la voz cascada, inconfundible, de su padre, Bob. Era un mensaje de despedida. Decía adiós y tarareaba una canción.
Sin embargo, eso no confirmaba su muerte. Una despedida puede significar cualquier cosa.
De pronto, sentí que alguien me arrebataba el teléfono, Jakob, desnudo, con el rostro desencajado, me miraba sin pestañear. “¿Qué mierda hacés?”, dijo.
 Por un momento pensé en que iba a golpearme. No fue así. Tomó asiento en un pequeño sillón de cuero y se largó a llorar.
“La historia de siempre”, murmuró, entre lágrimas.
Ahí comenzó un encendido discurso en contra de su padre. Aseguró que Bob se había encargado de estropear su vida. Es más, enfatizó. “Me cagó con las mujeres, los amigos. Okei, puedo entenderlo. ¿Querés saber si está muerto, eh? Todos se preguntan eso, ahora. No lo sé. El mensaje que escuchaste es muy viejo. Mi padre hizo bien las cosas, no tiene amigos, nadie quiere verlo. Nadie. Si está muerto, sólo le interesa a la gente que no lo conoce.”
Mientras se ponía el calzoncillo comentó: “Y lo peor, lo que más me duele, es que me cagó la carrera”.
Qué estupidez, pensé. Pero Jakob iba por más. Sacó un disco de la mesa de luz. Me lo mostró y dijo: “Ves esto, compusimos todas las canciones juntos. ¿Y dónde carajo está mi nombre? En ningún sitio, claro.
Era el último álbum del viejo Dylan, Time out of mind.
Después, tambaleándose, terminó de vestirse. Antes de salir, me pidió un favor.
“Dejale la llave al conserje. Y no te robes nada del mini-bar.”

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(*) - Le debemos al escritor Sebastián Pedrozo la publicación de esta crónica que había permanecido inédita hasta ahora. El nombre de la periodista que la escribió se mantiene en el anonimato.