lunes, 1 de octubre de 2012

Sincronía


por Ramiro Sanchiz

Yo quisiera hacer algún aporte sólido al debate sobre el reciente Neverending Tour de Dylan y sus actores, o mejor dicho de los actores sin otro Dylan que el recuerdo o la imagen o el arreglo de cabelleras, narices, lentes oscuros y corbatas texanas, pero en rigor sólo tengo una historia, que podrá o no servir de algo –y más bien diría que no, pero esa es nada más que mi opinión, que no me impedirá narrarla, así que aquí vamos. Esto, en realidad, me pasó hace unos cuantos años, en 2005. Yo tocaba en una banda de glam rock (decíamos que era glam rock, pero en rigor ninguno de nosotros era –o se veía– lo suficientemente puto como para hacerlo creíble) llamada Space Glitter; el cantante, a quien llamábamos Rex (no importa su nombre “real”), había oído por ahí que la famosa historia de encontrar al Diablo en un cruce de caminos y ofrecerle el alma a cambio de alguna forma de virtuosismo era verdad. O más o menos verdad, mejor dicho, ya que lo de la intersección en rigor no era necesario y bastaba con que el lugar en cuestión estuviese lo suficientemente alejado de la civilización como para verse libre de lo que Rex llamaba “las marcas de la racionalidad occidental”, fuesen lo que fuesen. También le habían contado que en Uruguay había un lugar con esas características y que se lo conocía popularmente (lo de “popularmente” es un decir) como La Boca, porque consistía en un enorme caño abandonado, resultó que en el campo, no muy lejos de Las Piedras.
Rex, que se creyó la historia a pies juntillas, pasó días y noches enteras buscando La Boca en el departamento de Canelones, en torno a la mencionada ciudad. Y no encontró más que relatos y mentiras, evidentemente, entre ellas la idea de que si atravesabas el caño en algún punto del recorrido se te aparecería el Diablo y podrías detallar los términos del contrato, que una vez hecho el arreglo si seguías adelante podías acceder a otros universos y regresar cuando quisieses, etc (y digo etcétera no porque asuma que el lector imaginará la siguiente variación de esa serie, que es en rigor arbitraria, sino porque no tengo ganas de abundar en ejemplos de las historias que siempre nos traía Rex de regreso de sus investigaciones).
Un día nos contó que había oído hablar de un negro que tocaba blues en un bar de la ciudad de Florida, en las calles Andresito y Gianola, no muy lejos de la ruta cinco; el músico, dijo, había hecho un pacto con el Diablo tras adentrarse lo suficiente en La Boca. El plan, que no le discutimos a Rex porque todo el asunto prometía diversión, implicaba viajar hasta Florida, buscar el bar, buscar al negro y preguntarle exactamente dónde estaba La Boca. Así que conseguimos prestada la combi que usábamos en algunos toques, juntamos algo de dinero para el combustible y salimos, un viernes a las seis de la tarde.
Llegamos a la ciudad a las nueve menos cuarto; no fue difícil dar con el bar, que todavía estaba medio vacío a esa hora. Preguntamos por un negro así y asá que tocaba blues; era un poco ridículo, o al menos así me sentí mientras Rex hacía las preguntas a un gordo canoso que atendía a la clientela vigilado por una enorme foto de Gardel y otra sólo un poco más pequeña de Julio Sosa. Sin embargo, sí sabía de quién estábamos hablando. Solía caer a eso de las once, dijo, y se ponía a tocar la guitarra en un rincón, a cambio de unas monedas para el espinillar. Pedimos unas grappas con limón y nos sentamos a esperar; me había dado hambre, así que curiosee en la especie de heladera que había a un lado de la barra y exhibía unas dudosas tortillas y sendas porciones de pizza al estilo abuela, esa bien alta y sin muzzarella. Compré una cerveza y tres de las pizzas, y no sé si habrá sido por el hambre, pero las encontré deliciosas, no tanto por la salsa, que no estaba mal, sino sobre todo por el pan, ligero y crujiente, con la cantidad exacta de sal. Sentí que aquello era un buen augurio, no tanto, por supuesto, para lo que hacía a nuestra misión allí sino más bien para la buena evolución de la noche, ya que prefería no tener que regresar manejando a las tres de la madrugada e intercediendo entre un Rex amargado y un Jon pesadísimo con haber desperdiciado una noche de viernes.
El negro apareció un poco antes de la hora prevista, acompañado de un tipo medio petiso que nos llamó la atención de inmediato. Rex se les acercó y sacó el tema diabólico, mientras el negro empezaba a afinar su guitarra, una criolla con el mástil arreglado para bancar la tensión de las cuerdas de acero. El otro tipo se levantó y fue a sentarse ante la barra. Yo no podía dejar de mirarlo: me recordaba a alguien, pero me llevó un buen rato darme cuenta de a quién. Tuvo que volver Rex –el negro no sabía nada, sentenció– para que, entre los tres, entendiéramos de quién se trataba…
De Bob Dylan.
El tipo era igual a Dylan, o mejor dicho casi igual, porque la barba rala y entre canosa y pelirroja le cambiaba bastante el dibujo de la cara; también le faltaba un ojo, y el tejido cicatricial que no se molestaba en cubrir le formaba un pequeño ombligo –por no decir un culo– en la cara que seguramente había sido en otras épocas indistinguible de la del delicado veinteañero que usaba camisas negras a lunares y cantaba sobre sombreros de piel de leopardo. Y tuvimos que acercarnos; quiero decir, era inevitable. Le hablé yo; me contestó en un español dudoso, con un fuerte acento anglosajón. La voz, como cabía esperar, era nasal y áspera; nos tomó un buen rato sacarle su historia, que comenzó ya saliendo del bar y terminó en la plaza central de la ciudad.
Resultó que no sólo se parecía sino que era Bob Dylan –bueno, eso fue lo que contó él, claro–, o mejor dicho que, por un lado, había sido Bob Dylan –hasta 1979–, y que, por otro, nunca lo había sido en verdad. Hizo una pausa dramática, invitándonos a preguntar cómo era posible esa contradicción, y aclaró que en realidad Dylan, el verdadero Dylan, había muerto el 29 de junio de 1966, en el célebre accidente de motocicleta que, según la historia “oficial” le había permitido, durante la recuperación, encontrar el camino fuera de la línea psicodélica (y según algunos autodestructiva) que había culminado en Blonde on blonde, listo para abrazar el country rock que caracterizaría John Wesley Harding y Nashville Skyline y para colaborar con la gente de The Band desde su cabaña en Woodstock. (Yo me reía, porque el tono en que el tipo contaba esas historias parecía tomado de alguna de esas biografías baratas que se extienden por no más de 20 páginas y son seguidas por fotos recontraconocidas y, después, pésimas traducciones de las letras más conocidas)
Él, entonces, había sido el sustituto. Al principio, contó, no le había resultado fácil: el notorio cambio en la manera de cantar de Dylan en temas como “Lay lady lay” se había debido, precisamente, a su incapacidad inmediata de adaptarse; a la vez, los discos más bien flojos de principios de los setenta –Self portrait, New Morning– los explicó como consecuencia de sus hasta el momento mediocres habilidades como compositor (tanto John Wesley Harding como Nashville Skyline se habían nutrido de temas bosquejados por el verdadero Dylan antes de su accidente), que recién alcanzaron un nivel importante con Planet Waves y, por supuesto, arribaron a su cenit en Blood on the tracks.
Más o menos por ese momento dejé de prestar atención. Rex había llevado marihuana y yo, aburrido como estaba, salí a caminar por ahí a fumarme un porro. Unos chicos que daban vuelta en moto alrededor de la plaza me miraron con curiosidad; andaban con tres pendejas bastante interesantes, así que me acerqué en plan todo-bien y me puse a conversar. Tomamos unas cervezas, compartimos el porro y después dijeron que tenían que ir a buscar a ahora no recuerdo quién, un pariente de ellos creo, así que volví con Jon, Rex y el falso Dylan. Estaban despidiéndose; Rex y Jon parecían asombrados y satisfechos; a lo largo del camino de regreso no hablaron de otro tema, ni tampoco en los días siguientes. Eventualmente la historia se consolidó en una versión más o menos estable, que no reproduzco aquí porque la he olvidado casi por completo. En cualquier caso, sí recuerdo que incluía una vasta conspiración que se servía de la música y las letras de Dylan para influir sobre la gente, y que para que eso funcionara bien, quien fuese que encarnaba la figura de Dylan debía estar bajo control total, lo cual daba a cada candidato una suerte de “vida útil” y una subsiguiente etapa de huída, persecución y escondite. Al primer substituto se le ordenó convertirse al cristianismo, lo cual resultó a no tan largo plazo  un error y bla, bla, bla.
Con el tiempo también Jon y Rex empezaron a dudar de la verdad de las palabras del falso Dylan, pero con todo este asunto de la muerte en 1997, la gira y los actores, quizá valga la pena repensar aquellas palabras pronunciadas en Florida hace ya unos años. Claro que habrá que preguntarle a Rex por el relato completo: yo lo he olvidado. Casi todo, en realidad. Porque su despedida sí persistió en mi memoria. Le estreché la mano y el tipo se quedó mirándome. Gruñió o masculló algo que no entendí, y luego puso una mano en mi hombro y acercó su boca a mi oído izquierdo (no describiré su mal aliento ni su olor corporal, porque seguro el lector ya los habrá imaginado):
–Lo que me pasó es que perdí la sincronía con el espejo –dijo, y después, ya restaurada la distancia, agregó–, no lo olvides.
Y no lo olvidé. Eso no, al menos.

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