Cada
vez que en la montaña de abono aparecía el cadáver de una gallina, Quintana le
separaba la cabeza y la arrojaba a un bolso colgado en un duraznero, detrás de
nosotros. A medida que la mañana avanzaba, el bolso comenzaba a hincharse pero
nunca se llenaba por completo. El primer día le pregunté para qué juntaba
aquellas cabezas podridas y me respondió que para el curandero. Y eso había
bastado.
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