Una
lengua de humo azul se elevaba cada vez que introducíamos la pala en la
montaña. El
filo de metal cortaba el abono y los restos de pollos muertos; cada palada era
un suplicio renovado, un recordatorio inútil de la pudrición de la materia. Sentado
en el tractor, con el audífono apagado, el Capataz nos observaba en silencio. Debajo
de los mechones de barba canosa y los restos milenarios de tabaco rubio, el muy hijo de puta sonreía. Los
dedos nicotinados tamborileaban sobre el volante en extraños compases de su
mundo sin sonidos. Echado
junto a una rueda trasera, el Dóberman
seguía nuestra rutina. Parecía
mentira: hasta aquel perro mugriento y traicionero lo pasaba mejor que
nosotros.
La
mañana se iba extendiendo de a poco, conspirada con el sordo y con el perro. Las
palas continuaban su sinfonía en la montaña de mierda. Cada
vez que la zorra se llenaba, el capataz se conectaba el audífono, encendía el
tractor y nos indicaba que subiéramos. Cómo
si no lo supiéramos. Tal
vez creía que el hedor del abono nos estaba idiotizando, germinando dentro nuestro pequeños huevos viscosos de antimateria. Sería
tan fácil elevar la pala a la altura de sus hombros y desprenderle la cabeza de
un solo golpe.
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