jueves, 30 de agosto de 2012

Los Tamangos (1)


Una lengua de humo azul se elevaba cada vez que introducíamos la pala en la montaña. El filo de metal cortaba el abono y los restos de pollos muertos; cada palada era un suplicio renovado, un recordatorio inútil de la pudrición de la materia. Sentado en el tractor, con el audífono apagado, el Capataz nos observaba en silencio. Debajo de los mechones de barba canosa y los restos milenarios de tabaco rubio, el muy hijo de puta sonreía. Los dedos nicotinados tamborileaban sobre el volante en extraños compases de su mundo sin sonidos. Echado junto a una rueda trasera, el Dóberman seguía nuestra rutina. Parecía mentira: hasta aquel perro mugriento y traicionero lo pasaba mejor que nosotros.
La mañana se iba extendiendo de a poco, conspirada con el sordo y con el perro. Las palas continuaban su sinfonía en la montaña de mierda. Cada vez que la zorra se llenaba, el capataz se conectaba el audífono, encendía el tractor y nos indicaba que subiéramos. Cómo si no lo supiéramos. Tal vez creía que el hedor del abono nos estaba idiotizando, germinando dentro nuestro pequeños huevos viscosos de antimateria. Sería tan fácil elevar la pala a la altura de sus hombros y desprenderle la cabeza de un solo golpe.

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