por Ignacio Fernández de Palleja
El viejo Hortelio Alzueta sabía de ver pasar camiones. Tomaba
mate vegetalmente al lado de la puerta en su casa del barrio Tanco, de frente a
la ruta 8. Internamente tejía los recorridos de los transportistas, basado en
su experiencia de más de treinta años como camionero y, por último, como
fletero, antes de que vendiera el camión y con el producido construyera dos
cuartos de pensión improvisados en el fondo, sin cocina ni baño. Sin
impermeabilizante también, pero los tipos no se quejaban. Solían ser hombres
sin necesidades, de esos que en las estadísticas salen como necesitados. O con
deseos distintos a los declarables. Gente que peonaba en zafras, algún piche,
por qué no, camioneros que se torraban la plata en el Malibú. Y una vez hubo un
gringo. Pagó una semana adelantado, en dólares arrugados, un total de treinta y
siete según contó el viejo Alzueta, más de lo convenido, pero cuando fue a
devolverle el cambio el otro negó con la cabeza.
Si alguien se lo preguntara, Alzueta respondería
eso y poco más. El huésped vivía de noche y de día se limitaba a usar
discretamente el baño, el de la casa principal, que era el único. No lo vio con
nadie, no lo oyó ni conversar ni hacer ruido alguno. Podía haber sido un espía
de la CIA en Treinta y Tres y haber conspirado contra la lista 30 sin que el
viejo tuviera la menor pista.
Dicen que lo vieron empinando una caña Raposeira
allá por el barrio 25, con unos peludos. Cuando consultaron al comunicador
Aníbal Terán Castromán al respecto, este dijo que era probable que se tratara
de Gustavo Espinosa, o tal vez del Negro Caribe, pero que no había trascendido
a nivel noticioso. El Pozzi, del Pub el Pozzi, dijo que ese año había andado un
gringo que un día pidió la bolada para tocar algo con la guitarra del Amarillo
y que andaba bastante bien, pero como estaban todos bastante en pedo no se
acuerdan de mucho. Le sonaba que lo habían visto en la Barra del Chuy, pero
dijo que no le hicieran mucho caso porque todo el mundo iba, eso no era dato.
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