El día que Bob Dylan
murió, Quintana, el finado Richard y yo estábamos fertilizando con abono de
pollo un cuadro de higueras, en el punto más apartado de la quinta Los Tamangos.
Era una mañana de mayo, fresca y húmeda, con un sol que se filtraba a
cuentagotas por los orificios que dejaban las nubes sobre las cabezas de los
tres hombrecitos con botas y palas; una mañana campera del otoño tardío que
anunciaba, en sus tonos grises y en su temperatura, la irrupción cercana del
invierno.
Un boletín informativo
en una radio AM me informó de los hechos. Bob Dylan. El más importante
cantautor del siglo XX. Autor de ese himno generacional llamado Blowin´in the wind. Artista esquivo y fundamental, bla, bla, bla.
Muerto de un paro cardíaco tras una grave y repentina dolencia. El mundo entero
lloraba, bla, bla, bla.
La bolsa cargada de
abono se desprendió de la correa y la bosta y las cabezas de gallos y gallinas
se desparramaron por el suelo mojado. Quintana, que avanzaba delante de mí,
volvió su colosal cabeza de la misma forma que los bueyes de los labriegos se
giraban sobre la melga cuando sentían el tirón de las riendas. El finado
Richard, que aquella mañana llevaba la misma camisa azul que luciría el día
cercano en que un ómnibus interdepartamental lo pasaría por arriba al salir a
la ruta, también se giró. Y comenzó a reír. Su risa, prolongada por el eco del
repecho en el que se encontraban las higueras, parecía la carcajada de un
auditorio especialmente alegre. El finado Richard no se reía de la muerte de
Dylan, que ignoraba, sino de mi postura: hincado sobre la mierda de pollo, con
el bolsón vacío cubriéndome como una sábana e intentando despejar, sin éxito,
las lágrimas que brotaban y brotaban y no dejaban de brotar.
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