miércoles, 5 de septiembre de 2012

Los Tamangos (5)


El descubrimiento de Desolation row está, en mi recuerdo, unido a una de las tantas demostraciones de autoridad del Capataz. El finado Richard y yo estábamos carpiendo unos surcos de zapallos, cada uno con su walkman conectado, sobre el extremo oeste de la quinta. Era una mañana brumosa, un manto de nubes pesadas se posaba sobre en aquel sector del universo. De pronto, todo pareció iluminarse aunque las nubes siguieron fijas en el cielo, engullendo con sus panzas las puntas de los pinos en el repecho. La iluminación llegó por los auriculares: la conductora dijo que íbamos a escuchar un adelanto del Unplugged de Bob Dylan, una canción que pertenecía al disco Highway 61 revisited, uno de los principales trabajos del artista, etc. A continuación, unos aplausos perdidos le dieron paso a un par de guitarras y, tras la introducción, Dylan comenzó con aquello de “They´re selling postcards of the hanging...”. Era demasiado bueno para ser verdad. La cascoteada voz de Dylan sonaba tan nítida por los auriculares como si estuviera junto a nosotros, carpiendo los zapallares. Me detuve de golpe y largué el mango de la azada. El finado Richard, que iba un poco más adelante, en otro surco, se volvió pero no dijo nada. De seguro no quería interrumpir la cumbia de Galaxia FM que estaba escuchando. Virgen, María y José, debo haber dicho y juro que una lágrima gorda y extremadamente salada, se deslizó mejilla abajo rumbo a la pera. Fue entonces cuando apareció el sordo. A diferencia de lo que ocurría todas las mañanas, aquella vez el Capataz había atado al Dóberman por lo que el perro no me avisó de  su proximidad. ¿Pegándote un descansito?, me preguntó mirando la azada caída. Yo manipulé los mandos del walkman pero no lo apagué. Dejé que la voz de Dylan siguiera sonando por lo bajo, como una deidad aliada ante el poder de aquel energúmeno de mierda. ¿No querés que yo siga y vos te echás a dormir debajo de los eucaliptus?, me preguntó. Su ironía era tan fina como el caño de escape del tractor. Allá adelante, el finado Richard no se había vuelto, temeroso de que la furia del capataz le alcanzara o, quizás, ignorante por completo de la escena ante la fuerza de los vientos y los timbales. Agarrá la azada, querés, dijo el sordo. Lo obedecí con celeridad pero no retomé la labor. Mientras la voz de Dylan se apagaba entre los aplausos, miré al sordo a los ojos; si me iba meter un rezongo, quería aguantarlo con dignidad, no inclinado ante él. Pero el sordo no quiso seguir. Acabó su reprimenda con una reflexión. Es increíble, dijo con un hilo de voz, yo preciso este aparato para escucharlos y ustedes precisan ese aparato para no oírme. Asentí y me incliné sobre la tierra revuelta. El sordo dio media vuelta pero, de golpe, se volvió. Seguí rápido, me dijo, y si te llego a ver parado otra vez se les terminan las cumbias esas. 

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