El
descubrimiento de Desolation row está, en mi recuerdo, unido a una de las
tantas demostraciones de autoridad del Capataz. El finado Richard y yo
estábamos carpiendo unos surcos de zapallos, cada uno con su walkman conectado, sobre el extremo
oeste de la quinta. Era una mañana brumosa, un manto de nubes pesadas se posaba
sobre en aquel sector del universo. De pronto, todo pareció iluminarse aunque las
nubes siguieron fijas en el cielo, engullendo con sus panzas las puntas de los
pinos en el repecho. La iluminación llegó por los auriculares: la conductora
dijo que íbamos a escuchar un adelanto del Unplugged
de Bob Dylan, una canción que pertenecía al disco Highway 61 revisited, uno de los principales trabajos del artista,
etc. A continuación, unos aplausos perdidos le dieron paso a un par de
guitarras y, tras la introducción, Dylan comenzó con aquello de “They´re
selling postcards of the hanging...”. Era demasiado bueno para ser verdad. La
cascoteada voz de Dylan sonaba tan nítida por los auriculares como si estuviera
junto a nosotros, carpiendo los zapallares. Me detuve de golpe y largué el mango
de la azada. El finado Richard, que iba un poco más adelante, en otro surco, se
volvió pero no dijo nada. De seguro no quería interrumpir la cumbia de Galaxia
FM que estaba escuchando. Virgen, María y José, debo haber dicho y juro que una
lágrima gorda y extremadamente salada, se deslizó mejilla abajo rumbo a la pera. Fue entonces
cuando apareció el sordo. A diferencia de lo que ocurría todas las mañanas,
aquella vez el Capataz había atado al Dóberman por lo que el perro no me avisó
de su proximidad. ¿Pegándote un descansito?,
me preguntó mirando la azada caída. Yo manipulé los mandos del walkman pero no
lo apagué. Dejé que la voz de Dylan siguiera sonando por lo bajo, como una
deidad aliada ante el poder de aquel energúmeno de mierda. ¿No querés que yo
siga y vos te echás a dormir debajo de los eucaliptus?, me preguntó. Su ironía
era tan fina como el caño de escape del tractor. Allá adelante, el finado
Richard no se había vuelto, temeroso de que la furia del capataz le alcanzara
o, quizás, ignorante por completo de la escena ante la fuerza de los vientos y
los timbales. Agarrá la azada, querés, dijo el sordo. Lo obedecí con celeridad
pero no retomé la labor. Mientras la voz de Dylan se apagaba entre los
aplausos, miré al sordo a los ojos; si me iba meter un rezongo, quería
aguantarlo con dignidad, no inclinado ante él. Pero el sordo no quiso seguir.
Acabó su reprimenda con una reflexión. Es increíble, dijo con un hilo de voz,
yo preciso este aparato para escucharlos y ustedes precisan ese aparato para no
oírme. Asentí y me incliné sobre la tierra revuelta. El sordo dio media vuelta
pero, de golpe, se volvió. Seguí rápido, me dijo, y si te llego a ver parado
otra vez se les terminan las cumbias esas.
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